domingo, 23 de enero de 2011

Rincones habitables.

Los tontos dicen tonterías.
Ella según muchos no era tonta, pero decía demasiadas cosas que le hacían pensar que si.
Quizás fuera demasiado pronto para escribir el final de su historia dejando millones de páginas en blanco desde el presente hasta entonces. Quizás eso de fruncir el ceño cada vez que algo le salía mal no estaba de moda y lo que se llevaba era sonreír ante las adversidades, pero ella no era así. Muy en el fondo de su ser, donde nada ni nadie llegaba jamás, siempre había sido antitodo y antitodos, la moda importaba un comino, las impresiones dejaron de situarse en una parte importante de su yo hacía ya tiempo. Impulsiva, reveladora, incomprendida, difícil de manejar, imposible, llorona, antipática, indecente, incauta, herida.
Pero a nadie le importó, ni siquiera a ella misma. Se siguió adentrando en lo más hondo del pensamiento, hasta límites insospechados, explorando al máximo cada rincón de su incompetente y desordenada cabeza, sintiendo que nunca había hecho bastante ni por ella misma ni por los demás y terminó realmente sorprendida.
En el más escondido recobeco de su triste sinceridad descubrió que la soledad era más que una amiga, más que una aliada contra el dolor, un espejismo bipolar que podía llevarla a lo más alto o enterrarla en el nucleo de su problema más grande.
Así pues, asustada, espectante, sacó lentamente la cabeza de aquella burbuja que empezaba a ahogarla, y echando la vista al frente, con cautela, serenidad y el miedo que la caracterizaba, descubrió que había algo más.
Allí fuera encontró seres parecidos a ella, dispuestos a agarrar su mano cuando sus piernas no fueran lo bastante fuertes como para mantenerla firme, a quererla aparentemente con sus millones de fallos, con su caracter y sus manías, a curarle el dolor que inconscientemente había ido creciendo con los años a la vez que todo su cuerpo, dispuestos a ser su arma más letal y a dejar que ella fuera su mejor escudo.
De este modo un día, delante de un ordenador y al lado de un teléfono que esperaba a que alguien lo hiciera sonar, decidió ser más fuerte de lo habitual. Dejar fluir aquello que brotara directamente de su alma recién explorada y ahora vacía y rellena de nuevo con lo más importante, hacer felices a los seres extraños que la rodeaban y sobre todo a sí misma. Cuidar aquello que más adoraba y necesitaba, lo que siempre había estado ahí y lo que había estado a punto de desaparecer.
Entonces, de paso, paró a observar en un rincón de su cabecita un señorito sentado, pequeño, desgreñado al que pensó que mantenía demasiado callado en varias ocasiones. Le preguntó ¿quién eres?, a lo que él respondió: puedo ser lo más grande de tu existencia y también lo más pequeño, todo depende de lo que tú desees. Ella, confundida, se paró a deliberar un instante para dar la respuesta más adecuada. Tras unos momentos decidió no responder y ganarle la batalla al destino. Ese hombrecillo era lo que ella muchas veces había preferido no ver, ignorar y puede que incluso maltratar. Ese rincón representaba el amor de su vida, lo que en el fondo quizás nunca se atrevió a amueblar por miedo a un posible derrumbamiento.
¿No piensas decir nada? le preguntó el atrevido enano, a lo que ella contestó : Si, tú eres el miedo, tú llevas aquí esperando demasiado tiempo que te obedezca y yo, tonta de mi, lo he hecho, pero ¿sabes qué? ahora sobras, porque este rincon está lleno desde hace mucho tiempo.

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